Fascinados por un resultado inesperado de las PASO, los analistas más variados se lanzaron a la caza de interpretaciones: la gente está con rabia, diez años de estancamiento, el exceso de Tik-Tok y la imprudencia de adolescentes desorientados, la polarización y la grieta, la inflación, la tibieza en las decisiones, la pandemia, la inseguridad, la corrupción, el hartazgo. Otros, con menos vocación interpretativa aprovechan la ocasión para hacer su propio juego: la sociedad le dijo “basta” al peronismo, a la corrupción, al “curro del Estado” (por pudor a decir “al curro de los derechos humanos”). Un puñado más pequeño se abraza al cinismo: imagina un gabinete que además de expertos en la escuela austríaca tenga un lugar para médiums especializados en la comunicación con almas de animales, y hacedores de peinados raros. Una última porción se repliega temerosa mientras observa cómo festejan los votantes del león (todo un signo de las leyes de la selva que se anticipan y con las cuales no pocos fantasean).
Frente a la perplejidad, la sociología busca hacer pie y ofrecer un marco para leer esto que pasa. Calibrar los tiempos de la sociedad con los propios de la política, hacer visibles sus desfasajes, solapamientos, desencuentros, ritmos diferenciales, ha sido su tarea y es nuestro desafío en esta coyuntura. Las PASO definen mucho, pero no todo. Por fortuna. Hagamos el ejercicio de una rápida retrospectiva.
La “otra grieta”: hacia fines del 2021 realizamos una serie de grupos focales en el marco del Laboratorio de Estudios sobre democracia y autoritarismos que anunciaban lo que refrendan las paso hoy: la disputa política, la mediática “grieta” llamada polarización, no se juega más en el campo de los partidos políticos tradicionales. La línea divisoria se desplazó para demarcar un “ellos” que nombra a los políticos todos, de un “nosotros” que designa a “la gente” que se percibe por momentos como sus “rehenes”, por otros como sus “juguetes”. En ese entonces empezaba a perfilarse Milei como aquel que, perteneciendo a otro mundo, era capaz de inscribir una diferencia en la superficie de lo “siempre igual” de los políticos (de los partidos políticos tradicionales). Fue Milei, sí, pero podría haber sido cualquier otro que se presentara a sí mismo como un outsider: el lugar estaba ahí mucho antes de su llegada. Esa vacancia se produjo en la sociedad antes de que apareciera el elemento político que la colmara. ¿Qué parte de responsabilidad le cabe a la propia clase política y a la militancia? Seguro una muy significativa: inquietudes corporativas de ambos bandos, disputas internas, automatismos, escollos comunicativos, ausencia de carisma, decisiones desacertadas, exceso de realismo, falencias notables en la comunicación con sus adherentes. Una militancia o voluntariado, dependiendo el caso, alejado de la construcción más cotidiana, volcado al pragmatismo y al tacticismo político tampoco colaboró para colmar esa distancia que viene creciendo desde hace tiempo.
La pandemia: una resignificación de la experiencia de la pandemia colaboró en la preparación del terreno para ese anunciado desplazamiento de la política. Aquí habría que ser cuidadosos. En una primera etapa la población acompañó y se refugió en las medidas preventivas anunciadas por el gobierno; en un segundo tiempo (no lineal) esas medidas trajeron aparejados una serie de traumas en los que es necesario reparar: una fragilidad/vulnerabilidad subjetiva que entraba en contradicción con el mandato de autosuficiencia de la ideología neoliberal; una dependencia de políticas y servicios del Estado que confrontaba con la declaración de su prescindencia sostenida durante las últimas décadas; la necesidad de sujetos que desempeñaran las tareas de cuidado y el agotamiento que produjo su ausencia que redundó en no pocas situaciones de crisis y violencia intrafamiliar; un ralentizamiento de la economía que se desacopla de una aceleración digital inédita (con un rédito financiero especulativo nunca antes visto para los dueños de la internet). Se produjo un ahorro inducido, en los casos en que fue posible, que explica la circulación de dinero en el mercado apenas terminada la ASPO pero, también, una recesión -cierre de negocios, cese de actividades- seguida de múltiples reconversiones que exacerban el ya existente pluriempleo e hiperactividad. Esa confrontación con los límites no se tradujo en una reflexión crítica sobre las instancias variadas de la interdependencia que nos constituyen y sostienen nuestras prácticas. Antes bien, la frustración que produjo la confrontación con el límite -llamado relación social, división social del trabajo, en la sociología clásica- devino en cúmulo de hartazgo y rabia contra quienes tomaron las medidas que condujeron a ese desencanto: los políticos.
El poder de la ficción y la precariedad reprimida: las historias siempre pueden contarse en su versión larga y en su versión corta. Por razones obvias daremos la corta. El neoliberalismo que funciona como talismán ante cualquier dilema, puede descomponerse en elementos ideológicos más o menos discretos. El más prominente es, quizás, la interpelación de individuos (y de instituciones) en tanto sujetos emprendedores, esto es, capitales humanos que invierten en sí mismos para obtener rentabilidades acordes a esa visión inversora; sujetos (privados y estatales) regulados por una lógica de la competencia en donde deben existir ganadores y perdedores; un juego marcado por la exigencia ético-moral de destrezas individuales en donde se condena a todo “competidor desleal”, es decir, a todo aquel que reciba algún soporte (ayuda, subsidio, plan, protección); una moralización, luego, de quienes pierden: ellxs son culpables (y responsables) de su incapacidad, de su falta de entusiasmo, de su imaginación empobrecida, de su pereza o dificultad para soñar y pensar en grande; culpables de su gasto suntuario o falta de austeridad. Una irresistible disposición al castigo de quien no puede valerse por sí mismo como cada uno lo hace, forja comunidades y demarca pertenencias: estamos quienes “nos rompemos el culo” solos, sin ayuda de nadie, y están los “otros”, dependientes, y despreciables por esa misma condición de dependencia.
La edificación de esta subjetividad se realiza a un alto e insospechado costo. Es por eso que, una vez construida, genera un apego afectivo muy difícil de quebrar. Podríamos decir: es tan arduo llegar a creer en uno y en las posibilidades ilimitadas de uno contra toda evidencia que una vez conseguido, aunque falle, aunque me expongan el límite, aunque fracase, nadie me lo quitará. La pandemia evidenció ese límite, no obstante, esas subjetividades eligieron seguir creyendo. Esa es la crueldad del apego. Sus consecuencias políticas están aún por verse.
La precarización generalizada azuzada por la pregnancia de esos discursos emprendedoristas cuajan con una tradición cuentapropista vernácula que, al tiempo que alienta ideales de libertad, legitima el desmantelamiento de derechos e instituciones de protección social. Nada de original hay en esto. Pertenecemos al mundo en sus desmejoradas versiones (la existencia de ese fenómeno abigarrado que es el peronismo no garantiza una anomalía eterna). Cuando al fin creímos que podíamos hacer todo lo que añorásemos nos enredamos en múltiples trabajos no sólo porque uno ya no alcanzaba sino también porque el deterioro de las instituciones estatales obligaba a recurrir a servicios privados. Para ese entonces cualquier evasión se justificaba y cualquier iniciativa impositiva era percibida como una acción confiscatoria, abusiva, violenta. En este marco la seguridad sólo pudo leerse en términos “securitarios” (punitivos) y no ya sociales, y la justicia pasó de ser “social” (redistributiva, igualitaria) a ser “por mano propia”.
Antes de romperse uno que se rompa todo parece ser la traducción política actual de los padecimientos subjetivos huérfanos de narrativas emancipatorias y de interpretaciones sociológicas acordes. Las condiciones de posibilidad ideológicas, económico sociales, para la emergencia de Milei vienen de lejos y fueron dejando señales en el camino: la más estridente y hoy reeditada en su peor versión es el “que se vayan todos” del 2001. Un eslogan refuncionalizado en un escenario transformado.
El sonido del rugido no es del León sino del crujido de un sistema democrático asentado en una sociedad capitalista que funciona con el combustible de esa ideología neoliberal parida por la dictadura e inoculada por gobiernos más o menos democráticos que, con dificultad, le siguieron. Cruje una sociedad de mayorías de trabajadores informales no reconocidas, de precarizados calificados y no calificados con altos ingresos agotados, de investigadores pauperizados preocupados por mantenerse en una carrera que olvidó la meta, de estatales desencantados y/o burocratizados ansiosos de línea política, de docentes dando una batalla desigual ante la presencia abrumadora de las pantallas, de periodistas profesionales desesperados procurando que los desprofesionalizados autores de la red no capturen la atención de su desnutrida audiencia, de juventudes fragmentadas atrapadas en burbujas epistémicas, de endeudados azotados por niveles inéditos de inflación. Crujimos con ellos todos, procurando no rompernos cuando salten las esquirlas de cuya amenaza estarán a salvo los pocos de siempre.
Si algo de lo dicho acá en torno a la neoliberalización de la vida puede explicar el ocaso de la propia sociología, quizás también pueda avizorarse en su ruina su belleza: el saber de la determinación histórico-social de los individuos, la eficacia del peso de las ideologías, el deseo de distinción y la búsqueda de estatus que motiva la acción, la demanda de justificación de la desigualdad y el mérito, la existencia de asimetrías de poder y dinero, la fuerza de la creencia y la productividad del mito, las relaciones de dominio y las crisis de legitimidad, la moralización de las acciones sociales y las realidades de explotación, alienación y violencia. Hace tiempo que observamos el declive de esta voz en la esfera pública. Quizás sirva este breve ejercicio para intentar resucitarla.